La mano visible
La tecnología es un índice de la modernidad y una señal de su caos. Es una mezcla de la magia y la razón, de la esperanza y la arrogancia; un espectro perfecto y monstruoso al mismo tiempo. La tecnología tiene una genealogía del milenarismo, de la racionalidad y de la redención. Ha llegado a ser casi una religión secular, ofreciendo la transcendencia en el hic et nunc, por parte de la máquina, y no de la actividad político-económica. Los derechistas han usado la idea de armonía mediática global para desviar la atención lejos de la redistribución del dinero de la elite, mientras los izquierdistas crean sus propias utopías sin reflexionar sobre la situación macroeconómica. La tecnología mediática –supuestamente– ofrece comunicación sin fronteras y con placer total. Pareciera que cada desarrollo tecnológico que se deriva de la satisfacción de esos deseos también facilita nuevas posibilidades democráticas.
Las nuevas industrias electrónicas, informáticas, y mediáticas forman
parte de una nueva economía de “industrias creativas”, una utopía
posfabricación para los trabajadores, consumidores y ciudadanos, donde los
subproductos son los códigos y no los desechos contaminantes del
industrialismo. Sin embargo, el Instituto de la Investigación
Político-Económica de la Universidad de Massachusetts ha incluido cinco
empresas mediáticas dentro la lista de las compañías más contaminantes de los
Estados Unidos. ¿Por qué?
Hay muchísimos residuos peligrosos derivados de nuestros dispositivos
mediáticos, como solventes y metales pesados (el plomo, el zinc, el cobre, el
cobalto, el mercurio, y el cadmio) que pueden contaminar agua, aire y tierra.
Casi todos los dispositivos digitales requieren este tipo de minerales. La
acumulación global del equipo electrónico ha creado riesgos para el
medioambiente y la salud, a causa de su composición química y su potencial para
depositarse en los vertederos de basuras y las fuentes del agua. En China,
Nigeria y la India, por ejemplo, muchos jóvenes preadolescentes trabajan sin
protección para sacar metales valiosos de los televisores y computadoras descartados
por el Primer Mundo.
El Convenio de Basilea, firmado en 1992, prohíbe el transporte del material
peligroso entre miembros del acuerdo, como México y Corea del Sur. Sin embargo,
algunos contaminadores muy poderosos, como Japón, Canadá, y los Estados Unidos,
contravienen el convenio mandando sus residuos electrónicos a través del mundo.
En los EE.UU., el estado de California exportó en 2006 un millón de toneladas
de sus desechos electrónicos a siete destinos conocidos: Malasia, Brasil, Corea
del Sur, China, México, Vietnam y la India. Hoy miles de empresas pequeñas en
la China importan setecientas mil toneladas de residuos electrónicos
ilegalmente. En América latina, sabemos que México y Brasil reciben esta
contaminación, y sospechamos que Chile, Haití, Venezuela y Argentina también lo
hacen.
Al destacar los efectos desastrosos de los residuos de la tecnología,
cuestionamos el estatus venerable de las películas, la prensa, las
telecomunicaciones y los demás. Los medios no son simplemente sitios de placer,
de la propiedad capitalista, del control político o del servicio público. Son
sitios donde se gesta la contaminación de nuestro propio futuro. No están
meramente representando la sociedad. Están cambiando la Tierra. Si queremos
detener la crisis ecológica, tenemos que plantear preguntas incómodas dirigidas
a creencias asentadas en una sociedad dependiente de los medios de
comunicación. ¿Cómo garantizamos la distribución igualitaria de recursos
culturales e informáticos –esencial para mantener las instituciones democráticas–
sin promover más el declive medioambiental? ¿Qué escala de medios de la
comunicación sería suficiente para la sociedad y al mismo tiempo sostenible por
la Tierra? Resultaría clave ampliar la participación en el proceso de la toma
de decisiones acerca de estas cuestiones vitales.
* Catedrático. Universidad de la Ciudad de Nueva York.
** Catedrático. Universidad de California.
Nota original en: http://www.pagina12.com.ar/diario/laventana/26-109121-2008-08-06.html
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